top of page

EN PRIMERA PERSONA

Son poco más de las 18 de un caluroso día de verano y en bulevar Oroño se congregan personas de todo tipo. Familias cargando bolsas con productos recién comprados listos para ser regalados, oficinistas vestidos de traje que emprenden el regreso a sus hogares, amantes de los café-bar en busca de refrescos y anécdotas, almas solitarias que pasean sin un rumbo fijo mientras son observadas por trapitos y vigiladas por perros sin dueños. Todos ellos, con sudor en sus frentes y dando pasos de manera atomizada, confluyen al mismo tiempo en la arteria central de un bulevar sonorizado por el arrullo de las palomas y el rechinido de las llantas de los automóviles, motos y colectivos contra el caliente asfalto. Muchos caminan con la mirada gacha, la mayoría mirando sus celulares; otros se acompañan mutuamente mediante diálogos austeros. También se hacen presentes los ciclistas, skaters y patinadores que huyen del apresurado tráfico vehicular para sumarse al también apresurado tráfico humano, con la seguridad de que estarán a salvo.


El escenario parece ser una cuestión de tiempo y de ritmo y, alrededor de las 19, como si de un acto reflejo se tratase (¿alguien dijo moda?), comienzan a asomar en masa el fenómeno que crece con firmeza y rapidez: los runners. Hombres y mujeres de todas las edades —adolescentes y adultos— se incorporan a la arteria principal portando ropa para hacer ejercicio físico. Los hombres visten camisetas deportivas, shorts de fútbol y zapatillas con base alta; algunas mujeres optan por mallas y camisetas escotadas. Muchos llevan consigo algún tipo de bebida para refrescarse. De manera armónica, las familias, oficinistas y almas solitarias conviven —de hecho, son evadidas— con personas presurosas que corren por razones tan disimiles y, en muchos casos, confusas. El canto de las palomas, al igual que el ruido de la calle, es contrarrestado por música escuchada mediante auriculares. Algunos emprenden su recorrido de manera solitaria, otros marchan en pareja, mascullando palabras difíciles de ser comprendidas ante el desgaste físico. Algunos tienen cuerpos más estilizados, otros afirman que los tendrán («hace siete meses que no corro, lo hago para bajar la chopera», se sincera un joven). Lo cierto que el espacio público se transforma en una pista atlética destinada tanto a profesionales como aficionados.

 

A pesar de las apariencias físicas, estas personas confluyen en un mismo andar: pequeños y veloces pasos que parecen golpeteos contra el pavimento, brazos flexibilizados a la altura de las costillas que permanecen en constante oscilación. Cerca de las 20, los vientos moderados del norte se trasforman en regulares, refrescando los tiesos rostros de los corredores. Para dicha hora, las históricas casonas y mansiones de las familias adineradas del bulevar ganan un aspecto lúgubre ante el acecho de la oscuridad. Los corredores ya son mayoría y dueños del espacio público. Yendo por Oroño, desde el centro hacia el río, marchan con inusitada firmeza; sólo se detienen ante los semáforos en rojo, algo que parece molestarlos.

 

Del río hacia el sur, vuelven a paso lento y fatigados, esta vez siendo agradecidos ante cualquier señal de detención. Ambos grupos conviven y tanto los que van como los que vuelven se reconocen en una mirada frontal. En la idea, el bulevar se convierte en un camino recto, lineal, hacia el espacio verde de un parque devenido en punto de encuentro y comunión de runners motivados ya sea por cuestiones económicas,  de salud o —por qué no— existencialistas. Sea cual fuera la causa, lo cierto es que hay cada vez hay más personas que aceptan salir a correr en la ciudad. Quizá, en poco tiempo, veamos a las familias, oficinistas, amantes de los café-bar y almas solitarias animándose a esta práctica.

bottom of page